
Desconcertado, no puedes hacer otra cosa salvo ladear la cabeza ante algo que es, al menos para ti, un completo sinsentido. Sin saber muy bien qué hacer, te limitas a observar con impotencia cómo la persona más importante de tu vida se deja caer con pesadez en una de las sillas que rodean la mesa del comedor. Se trata de un hombre mayor, con apenas unos mechones de pelo canoso y presa de las dolencias propias de alguien de su edad. Un anciano que lo representa todo para ti. No es sólo como un padre, sino que también es madre, amigo y también hermano. Puede que incluso algo más. Un hombre afable, aunque de mano firme si la situación así lo requiere, al que nunca has visto tan alicaído.
Poco antes, minutos tal vez, habrías dicho que el anciano era la personificación de la alegría. Estaba tan animoso que incluso tú te habías dejado arrastrar por aquella embriagadora emoción, aunque no alcanzases a comprender el motivo. Con una agilidad propia de alguien mucho más joven, había hecho varios viajes entre aquella mesa y la cocina, de donde emanaban tentadores aromas que ya parecían harto olvidados en aquella casa.
El regocijo reinante había seguido su particular crescendo durante la tarde, pero poco antes de la cena se vio interrumpido por ese maldito sonido intermitente que a ti siempre te sobresalta. El anciano apenas había hablado unos segundos con el aparato causante de tus desvelos, pero conseguiste distinguir algunos nombres conocidos. Cuando decidió devolverlo a su bolsillo parecía más cansado y viejo que nunca. Después, la música había dejado de sonar, los fuegos de la cocina se habían apagado e incluso las luces que adornaban el pequeño abeto parecían haber perdido parte de su brillo. Sin embargo, lo más duro para ti fue ver cómo la energía se le escapaba al hombre como el humo entre las manos.
Te acercas a él y notas que llora en silencio, con los ojos fijos en uno de los muchos platos vacíos y la mirada atravesándolo, rumbo hacia el infinito. Entonces te das cuenta de algo, y es que no necesitas ver sus lágrimas ni dominar su idioma para comprender al fin qué es lo que sucede. Tú conoces demasiado bien a qué sabe la soledad y sabes reconocer al instante el amargo regusto que deja.
La congoja del hombre te resulta familiar, pues había sido tu única compañía durante los muchos meses que pasaste encerrado en una fría y minúscula celda. Una jaula cuyo recuerdo, aún hoy, te hace temblar. Fue el castigo que recibiste por sobrevivir a la oscuridad y al hambre mientras tus hermanos morían a tu alrededor. Hermanos a los que ya ni siquiera recuerdas. De tu madre, en cambio, si hay dos cosas que se mantienen inmortales en tu memoria. La primera, sus chillidos cuando la separaron de ti y de tus hermanos. La segunda, su olor. Un inconfundible aroma a seguridad y a calor. Curiosamente, huele parecido a aquel anciano.
Incapaz de seguir viendo cómo el anciano sufre, terminas por levantarte y te acercas a él con cautela. No es momento de sobresaltarle. Te sientas a su lado y esperas a que repare en tu presencia. Tal vez así se anime. Tal vez consigas arrancarle una tímida sonrisa.
El tiempo pasa y el anciano sigue igual, petrificado ante una mesa con varias sillas y un único comensal. Entonces haces lo mismo que aquel anciano hizo por ti cuando, en una noche como aquella, con esa misma decoración, te libró de los barrotes y te ofreció un auténtico hogar. Le acaricias el dorso de la mano como buenamente puedes y te apoyas en su rodilla. Es solo un gesto, pero cargado de significado.
El anciano finalmente reacciona. Te sonríe mientras que sus dedos arrugados te rascan entre las orejas al tiempo que dice algo con voz cascada. Nunca has entendido más que alguna palabra suelta de su idioma, tu nombre y poco más, pero tampoco te hace falta. El cariño que imprime en su voz es cuanto necesitabas oír.
Con renovada ilusión, vuelve a sacar el extraño objeto de su bolsillo. Este se ilumina mientras él lo toquetea, aunque en esta ocasión lo pone delante de su cara en vez de llevárselo a la oreja. Segundos después, agita la mano en el aire y una voz familiar le responde.
Vuelves a tumbarte en tu manta, pero esta vez con la tranquilidad que te da saber que has conseguido trasmitirle lo que querías: que no estar acompañado y estar solo, son dos cosas muy distintas.